Quizá tratando de emular a algún compatriota de los que en el siglo XIX descubrieron territorios vírgenes en África, en la década de los 70, a un lord inglés se le ocurrió explorar la zona de Zahara de los Atunes, hacia Atlanterra, al sur de Cádiz, y sin buscarlo, se encontró con un paraíso. No se lo pensó demasiado: compró un cortijo —e llamaba “de la Plata”— y montó un hotel al que, por entonces, sólo acudían compatriotas románticos.
Algo después, Pepe, un joven zahareño trabajaba para el lord como camarero en el hotel. Entre enero y junio de 1980, la mayor parte del tiempo, sólo tuvieron un cliente al que servir. Se trataba de otro inglés, solitario y callado, que se pasaba el día encerrado en su habitación tocando la guitarra. Por las tardes, el guitarrista bajaba al salón y jugaba interminables partidas de billar con Pepe. Aunque no se entendían, se dieron buena y mutua compañía alrededor del tapete verde, entre tiza y bolas de marfil. Y así pasaron seis meses. Cuando llegó el buen tiempo, el guitarrista, como casi todos los clientes de los hoteles, simplemente, se fue.
La industria hotelera, uno de nuestros sectores de más puja, ha cambiado mucho desde entonces, aunque por suerte, una parte de ella lleva un tiempo empeñada en virar el rumbo y retomar modelos más clásicos. Aquellos establecimientos pequeños con trato personalizado —como el Cortijo de la Plata— dieron paso a las grandes cadenas, con sus confortables habitaciones llenas de detalles —acero y cristal— y recepcionistas que no distinguen quién es cliente y quién no.
En los últimos tiempos se prodigan las pequeñas instalaciones en las que hoteleros vocacionales de nuevo cuño, en general, “desertores” de otros sectores productivos donde lograron un alto grado de bienestar económico y profesional, se vuelcan en tratar exquisita y personalmente a sus huéspedes. Gracias a ellos —si no contamos el viaje apresurado de trabajo en el que el hotel es sólo un abrevadero de paso— la mayoría hemos vuelto a disfrutar de estos establecimientos pequeños (algunos los llaman “con encanto”) donde un desconocido nos trata como si, de verdad, nos apreciara mucho.
El 17 de octubre de 1980, el único cartero que servía en Zahara le entregó un paquete a Pepe, el camarero. Provenía de Londres y dentro del envoltorio, había un disco LP de vinilo. La portada era roja con una franja azul. El título del disco era “Making movies” y dentro, había una foto del inglés solitario que tocaba la guitarra y jugaba al billar. Por lo visto, el tipo se llamaba Mark Knopfler y en un breve texto agradecía a Pepe la ayuda que, sin quererlo, le había prestado para componer aquellas siete canciones. El zahareño reconoció de inmediato su favorita, la segunda de la cara A, la titulada “Romeo & Juliet”, la que con más trabajo nació durante aquellos meses.
Luis Miguel Rufino