En las ciudades fronterizas habita una magia especial: pasado, presente y futuro parecen fundirse, una pizca de historia de aquí y de allá, o la capacidad para invitar a nuevas aventuras allende lo establecido. Trieste es una de ellas. Esta ciudad costera del norte de Italia, en la región de Friuli-Venezia Giulia, ha contenido durante siglos ese Oriente de conquistas, Balcanes y un viento bora que cada invierno revela nuevos secretos. De hecho, este fenómeno permite que el cielo de Trieste sea uno de los más saludables del mundo y se preste a diferentes deportes acuáticos. Pero no nos adelantemos.
Cobijada en la frontera entre Italia y Eslovenia, esta puerta a Europa del Este engloba un conjunto de experiencias únicas frente a un mar Adriático hinchado de historias. A Trieste la delata el aroma a café y el poso de los literatos, como el escritor esloveno Vladimir Bartol o el triestino Itali Svevo, quienes durante años frecuentaron establecimientos tan prestigiosos como el café de los Espejos, el Tommaseo o el Pirona. Templos intelectuales ideales para adentrarnos en una cultura del café italiano que aquí se acompaña de un dulce Briosh y sí, sabe delicioso – y hay que agradecérselo a la influencia del Imperio Austro-Húngaro, al que Trieste perteneció hasta principios del siglo XX -.
Alguien habla en alemán, otra persona en italiano, nubes blancas, un barco que recién llega. La multiculturalidad se revela como mejor abrigo para callejear durante la mañana hasta sentarte a degustar un cevapcici – o salchichas con especias -; una jota – que no un baile de hermandad maña, sino una sopa de chucrut con patatas – o unos ñoquis de pan.
Las sorpresas aguardan en la arquitectura neoclásica – perderse por la plaza de la Unidad, la única plaza mayor italiana frente al mar, lo confirma – en contraste con los azules del paseo marítimo. Aún nos parece ver a los antiguos arroceros en la Risiera di San Saba, reconvertido en un campo de prisioneros nazi durante en la Segunda Guerra Mundial, o el castillo de San Giusto, antigua fortaleza mandada a construir por los emperadores de Austria.
Y tomar una barca hasta el faro de la Victoria, construido en 1923 en honor a los marineros italianos fallecidos en la Primera Guerra Mundial. Estrenar la tabla de surf, o escuchar qué tiene que decir la historia al tocar las nubes de ese firmamento tan puro durante una sesión de parasailing. Quizás te pierdas y los tejados rojos queden bajo tus pies, incluso te cueles por la cueva gigante de Trieste, de más de 100 metros de altura (y claro, profundidad).
Puede que los vientos bora te conduzcan al castillo de Miramare, a su teatro romano o barrios donde la historia confabula para confundirte y hacerte sentir la primera persona en pisar un destino. El mar espía desde todos los rincones, un balcón se suspende sobre una promesa azul, lanchas que en cualquier momento saltarán del Adriático para recorrer sus plazas. Y sopla el viento del este, el invierno se resiste para permitirte disfrutar de un crisol de colinas, olas, historia, gastronomía y caminos que invitan a calzarse nuevas botas. Porque más allá de su condición de puerta fronteriza, Trieste nunca dejó de ser el trampolín a un mar donde convergen todas las épocas.
Fuente: Houdinis