También denominado el Castillo Rosa, debido a su característico color rosaceo.
El encastillamiento de la iglesia de San Miguel a lo largo de sucesivas etapas constructivas tuvo como resultado un edifico de belleza sobrecogedora reconocido internacionalmente. Su origen hay que buscarlo en el siglo XII, después de que la reina doña Urraca donara Turégano al obispo de Segovia. A finales de ese siglo tuvo lugar la batalla de Alarcos (1195), en la que los cristianos sufrieron una gran derrota. Es posible que en aquel momento se decidiera construir una muralla rodeando el cerro en el que se había empezado a construir la iglesia románica de San Miguel.
La iglesia se terminó en el siglo XIII, cuando se añadieron las naves en un momento ya de transición al estilo gótico. El primer documento que menciona la existencia de un castillo son las actas del sínodo celebrado en 1440, siendo obispo fray Lope de Barrientos. Por los estudios arqueológicos sólo cabe pensar que entonces tan sólo existía la cerca exterior.
Años después, fue el obispo Juan Arias Dávila el que decidió construir un castillo sobre la iglesia para defender las rentas y posesiones del obispado, aunque es evidente que buscaba fortalecer su posición tras haberse enemistado con el rey. Las obras debían de estar muy avanzadas dos años después, cuando murió el infante Alfonso y Juan Arias se refugió en Turégano junto a su hermano Pedrarias.
Bajo su mandato se construyó la muralla interior que rodea el castillo. En ella destaca la puerta principal, protegida por dos fuertes torres circulares. Se levantaron también las tres altas torres sobre la cabecera de la iglesia, quedando embutidas en ellas tanto los ábsides como la antigua torre románica.
En el interior se disponen varios niveles de estancias abovedadas unidas por angostos pasillos y escaleras. Esta distribución resulta laberíntica pero era muy eficaz defensivamente, y las estancias quedaban intercomunicadas visualmente, pudiéndose controlar en todo momento quienes accedían a ellas. Arias Dávila murió en Roma y no fue enterrado en Turégano como había dejado dispuesto. Los blasones con sus armas fueron eliminados.
Queda claro que la iglesia no dejó de ser nunca tal, puesto que en ella había fundado varias capellanías que se mantuvieron al menos hasta el siglo XVII. Su sucesor fue Juan Arias del Villar, quien mandó continuar con las obras inacabadas, levantándose entonces los muros y las torres que rodean las naves de la iglesia a la vez que se creaban nuevas estancias sobre las naves laterales. Las torres y los matacanes se adornaron con profusión de bolas de piedra, lo que les otorga un aspecto parecido a la diadema de una corona.
Parece que el arquitecto que se encargó de las obras fue Juan Gil de Hontañón, quien por entonces trabajaba en la nueva catedral de Segovia. La portada occidental de la iglesia quedó cegada y sobre el acceso meridional se levantó un imponente balcón entre dos torres y sobre el blasón con las armas del obispo. Este balcón domina la villa y fue en su momento toda una escenificación del poder temporal del señor de Turégano. Aunque no hay constancia documental de ello, seguramente también fue Hontañón el que se hizo cargo de las obras al reanudarse después de 1512, siendo obispo Diego de Rivera.
Con esta intervención se terminaba un proyecto bastante unitario. Lo más destacado de esta fase es la torre circular del lado norte del recinto que alberga una escalera helicoidal. En ella aparece el blasón del obispo. Por un documento del siglo XVI cabe pensar que en el espacio que quedaba entre la muralla interna y el castillo estaban las caballerizas, las paneras, el horno y otros aposentos. Ese espacio terminó siendo cementerio parroquial hasta finales del siglo XIX. Como testimonio de ello se conserva una lápida de un vecino de la villa que fue fontanero del Real Sitio de San Ildefonso, encargado del mantenimiento de la compleja red de tuberías que abastecía a las fuentes monumentales durante los juegos de agua.
El castillo de Turégano apenas tuvo más uso defensivo que el de ser refugio de Arias Dávila y de su invitado ocasional Fernando el Católico. Tampoco perduró el intento de su impulsor de que residieran allí de forma permanente los capellanes de la iglesia. El uso principal fue el de cárcel, tanto episcopal, pues no hay que olvidar la dimensión temporal del poder de los obispos, como de Estado.
El preso más famoso fue, sin duda, Antonio Pérez, secretario de Felipe II. Llegó a Turégano a cumplir una pena de dos años de encierro en una fortaleza. Su primera estancia estuvo en la torre norte, pero ante las incomodidades consiguió que le trasladaran al lado sur, donde gozaba de una vida confortable. Perdió sus privilegios al intentar fugarse y dice la tradición que terminó preso en un sórdido calabozo junto al absidiolo de la epístola. El castillo estaba en desuso en el siglo XVII, pero la parroquia seguía en funcionamiento. En 1703 se hizo la última gran obra, la gran espadaña barroca que preside el conjunto y que parece reivindicar la preeminencia de la iglesia sobre la fortaleza.
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